Hacia 1987 un niño del pueblo con el que solía jugar, y que todos los días acabábamos a puñetazos, me lanzó una afilada piedra de pizarra, de las que se usan para colocar en los tejados, y que en mi pueblo llamamos louxa, con la mala suerte que me dio a unos pocos centímetros de la sien.
Creo recordar que el médico me habló de la suerte que había tenido, si me clava la piedra en la cabeza no lo cuento.
Quizá no me haya recuperado nunca de aquello.
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