Con todas las obvias lagunas y neblinas, me sacaron de mis calles, de mis caras conocidas y, sobre todo, de la (en aquellos años) presencia divina de mi madre.
En otras de estas pseudo-confesiones ya he comentado como un niño hasta ese momento bastante ejemplar se convirtió en un pequeño cabrón que no les puso las cosas nada fáciles ni a las monjas ni a mi abuela.
Mi padre solía visitarnos a veces, y en una de las visitas trajo una colección de cuentos infantiles ilustrados. A falta de sesión de hipnosis que lo confirme, creo firmemente que mi amor por la literatura y los libros viene de ahí.
Guardo especial recuerdo de los volúmenes "Los Cisnes Salvajes" y "Almendrita" de Andersen, ambos con hermosas ilustraciones de Susan Jeffers. Eran unos libros preciosos que estuvieron muchos años en mi casa, hasta que en una de las mudanzas y, cuando yo ya no estaba, mi padre terminó donándolos a la biblioteca (creo). Uno de ellos acabo de verlo de segunda mano en una conocida web de libros a la venta por 249 euros. Manda cojones.
Lloraba ríos enteros con aquellos libros.
Durante un rato, me hacían olvidar que mi madre no estaba, y que no había nada ni nadie capaz de llenar su espacio.
Media vida después me compré un volumen con los cuentos completos de Andersen y pareció que la catarata nunca se había detenido.
(...)
Grandes son los remordimientos que he sentido por no saber apreciar su presencia en los tiempos oscuros. No supe nunca ser espejo y devolverle toda la luz que desprendía su ser.
Hoy agradezco a la vida que me permita todavía ahogarme en sus abrazos y me he vuelto puntilloso y delicado paladeando cualquier nimia conversación. Madurar.
Me da miedo pensar en otra cosa.
Mi madre es inmortal, por los siglos de los siglos.
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